El Salmón

Para los que nadan.

viernes, junio 16, 2006

Plan de vuelo

Mira que tenía el resumen en la mano. En todo caso no había pericia que ocupar. La escena no estaba intacta. Tenia que correr unos metros para elevarme. Y el movimiento se me hacia fácil para controlar. Sin mayor esfuerzo me suspendía en el aire. El tiempo hacia que los minutos fueran horas, aun cuando se me caían los segundos para aterrizar. Porque no tenia ni la elegancia ni la destreza para planear. El roce del viento me perjudicaba en cualquier dirección. Por eso no avisaba el aterrizaje, porque no había espacio para más palabras después de esa turbulencia.
Me até los cordones cruzados, el izquierdo caía hacia su opuesto, y el opuesto a su contrapuesto. Usaba guantes para no dejar dactilares. Lo aprendí en Las Vegas. Ahí las luces si que brillan, incluso más que las estrellas. Y en Nevada si que corre el “no todo lo que brilla es oro”. Más que cierto. En fin. Ya no es novedad, es un cliché. Te pregunté si te molestaba el olor a Orquídeas, pero daba igual, ya estaba todo impregnado. Usabas el perfume en el cuello. Siempre te gustó la mezcla con el sudor. Nunca te quejaste. Siempre me fijé. Pero tenías una forma insípida de pedirme que no lo notara. Era como estar en el polo. En penumbra, en invierno. Cuando lo único que distingues son los matices del blanco. Y volví a trotar con pasos ligeros que me separaban del vuelo. Era la segunda dosis. Esta era de las naranja, una pastilla diminuta que con la primera dosis en el cuerpo se veía más pequeña que tu lunar boquiabierto. Cogí la automática y te la pasé con seguro puesto en las manos, en tu palma. Temblabas como cuando se te resbalaba un vaso y estallaba en millones de pedazos, una vez en el suelo, otra en tus tímpanos. Tu madre decía que vaso roto era brindis muerto. Nunca brindamos tanto.
Me quedé con la calibre 22. Lo habías repasado innumerables veces. Jalar el talón una vez y quedaba cargada para 20 tiros. Entre los dos hacíamos 28. Mis dos primeros fueron a parar a la cámara de la esquina derecha, al fondo, donde estaba el guardia. Mientras yo destrozaba la cerradura de los psicotrópicos te tomaste la libertad de acribillar a la cajera. El guardia en el suelo rogaba por sus hijas. Te acercaste y le volaste los sesos. Tras el bang caíste en el suelo por el plomo del policía que rondaba la cuadra. Corrí como nunca, esa vez no alcancé el vuelo.